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miércoles, 11 de agosto de 2021

Un camino para la libertad [1]

Llegábamos de uno en uno a eso de las seis y media de la tarde. Nos quitábamos la ropa en silencio y nos poníamos algo muy simple: un pantaloncillo corto y una camiseta sin mangas, descalzos. Mientras esperábamos la llegada de los demás, nos movíamos buscando alguna molestia en el cuerpo para deshacernos de ella. Al dar las siete, ya estábamos todos (a esa hora se consideraba que los presentes éramos todos los que íbamos a participar, nadie más). 

A esa hora, el maestro contaba a los presentes y ordenaba un número de repeticiones por cada uno: 50, 80 ó 100. Si éramos 10 y había ordenado 50, significaba 500 repeticiones de cada forma que practicaríamos ese día. Los viernes invariablemente ordenaba 100. Esto tomaba dos tercios de la clase, luego seguía el momento de ensayar combinaciones (una suerte de boxeo de sombra), concluíamos con unas peleas en las que cada uno participaba, por instrucción del maestro: sin ganas de ganar y sin ganas de perder. 

El primer lunes de cada mes nos enseñaba una forma nueva de golpear, derribar, someter y cómo defenderse de ellas. 

Seguí estas prácticas durante algunos años, tres veces por semana, como quien practicaba un deporte o iba al gimnasio para estar físicamente saludable, nada más. Iba y, siguiendo las enseñanzas del maestro, repetía el golpe, el agarre, la defensa, pero siempre mejor. 

Nunca había probado la utilidad ni la eficacia de eso que practicábamos. Digo eso que practicábamos porque no tenía un nombre como futbol, basquetbol o natación; para nosotros era algo así como jugar a pelear (ahora diríamos artes marciales, en esos años no lo llamábamos así, tampoco karate. El Judo y el Karate como disciplinas deportivas llegaron después. Como todo deporte federado, tenían un uniforme que las distinguía y además unos cinturones de colores que señalaban el nivel de pericia o maestría de cada practicante. Al notar eso, le pedimos al maestro que nos asignara unos. Él preguntó para qué, cuando se lo explicamos sólo se rio mucho). Por lo demás, el maestro nos tenía prohibido meternos en problemas: si pelea calle, no venga. 

Un día, mientras esperaba mi transporte en la esquina de una avenida, un hombre comenzó a arrastrar a una mujer. Al principio no entendí lo que pasaba, pero casi inmediatamente me di cuenta de que el sujeto quería robarle la cartera y la dueña no se desprendía de ella. Por un instante me quedé paralizado por el miedo, pero recuperando el valor enfrenté al delincuente instándolo a que la dejara. Éste, enojado por no poder salirse con la suya, se volvió hacía mí dispuesto a desquitarse conmigo y, vociferando unas groserías, me atacó. En ese momento mi ser aceptó la situación; mi respiración, que se había agitado por el temor, se calmó; mi cuerpo se deshizo de tensiones innecesarias y mis pensamientos guardaron silencio. Automáticamente esquivé su embestida y contraataqué sin pensar en cómo. Lo vi sentarse en el suelo tomándose el costado mientras, con desesperación, trataba de respirar. Levanté a la señora, la ayudé a subir a un ómnibus y me fui. 

Años después, luego de terminar mi participación en un festival de artes escénicas, recordé este incidente. El programa del día se había retrasado más de una hora y el público estaba impaciente. Los colegas que me antecedieron, afectados por la situación, hicieron unas presentaciones pobres. El temor al fracaso comenzó a dominarme y decidí no exponerme, pero me anunciaron: instantáneamente me serené, mi cuerpo se templó y prevalecí. Mi preparación, como aquél día, me dio lo que necesitaba para enfrentar la situación. En el arte marcial, teatral, musical, etc., el camino de la libertad está en la repetición –en el ensayo–, pero siempre mejor.

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[1] No se es libre cuando uno hace lo que quiere en circunstancias favorables, sino cuando éstas podrían contenerlo.

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