Recordando los procedimientos que, en la primaria, la profesora Flor me enseñó para germinar un fréjol, durante el covid me di a la tarea de sembrar algunas semillas de ají; y vi que, de manera inevitable, de cada semilla germinaba una planta de ají y no otra cosa.
De tanto en tanto recibo mails preguntando por clases o talleres de mimo. Como tengo el prejuicio de pensar que se trata sólo de curiosidad o entusiasmo pasajero, suelo darle largas al asunto.
Más de un amigo me ha preguntado el porqué, y no puedo evitar, en respuesta, narrarles el encuentro que tuve con un joven en un café: se acercó, me extendió la mano y dijo:
−Quiero aprender mimo
−¿Sí?
−Sí
−¿Por qué?
−Porque quiero enseñar, ahora hay mucha gente que quiere aprender
−¡Ah! Te parece que sería un buen negocio
−Sí, ahora llaman mimos para todo, hasta para dirigir el transito.
Por esos días la Municipalidad de Lima me había contratado para organizar y dirigir a un grupo de mimo que, usando sus medios artísticos, les recordara a choferes y transeúntes respetar las señales de transito.
−¿Cuánto tiempo estás dispuesto a dedicarle al aprendizaje?
−Quiero aprovechar el verano, unos tres meses
−¿Te parece que con tres meses sería suficiente para aprender mimo?
−Puede ser un poco más, uno o dos meses más para aprender bien, ¿en cuánto tiempo me puede enseñar usted?
−Pues me la pones difícil
−¿Por qué?
−No se me ocurre cómo enseñarte en unos meses lo que me está llevando años.
Creyendo que lo desestimaba como alumno, se puso de pie contrariado, me dio la mano y se marchó.
Siempre he sido malo para recordar las fechas. Así que, como no puedo precisar cuándo, sólo diré que fue en los noventa o algo así. Sara, una amiga del teatro, me invitó a almorzar, cosa que me resultó muy extraña porque algo así no era frecuente en ella; al menos esa es la impresión que tengo hasta ahora. Era un domingo, de eso sí estoy seguro. Cuando llegué a su casa encontré que también estaba invitado un jovencito. José es un compañero de la universidad, me dijo; estudiaban arte en San Marcos. Luego de la charla protocolar inicial, nos sentamos a la mesa y sirvió porotos con riendas; un plato que, según dijo, había aprendido a hacer en un viaje que hizo por Chile. Al terminar tomamos un vaso de cerveza negra y de sopetón me preguntó si sabía el porqué de la invitación. Como le dije que no; sin más trámite, directa, como era ella: José quiere aprender mimo y yo le he dicho que, para eso, hable contigo; así que, pónganse de acuerdo. Lo imprevisto del asunto me dejó «afásico» por unos instantes.
Por esos días estaba dedicado al afán de producir espectáculos musicales; no tenía tiempo para enseñar mimo. Pero a Sara no podía decirle eso; mejor dicho, con ella no podía usar esos argumentos como pretexto; pero podía ponerla difícil, y lo hice. Acepté el encargo, pero con condiciones no negociables: como yo no tenía tiempo durante el día, para recibir las clases José debía llegar a mi casa muy temprano, si llegaba tarde o faltaba a una, ahí terminaba todo; las clases serían tres veces por semana. José aceptó.
La verdad no esperaba que fuesen más de dos o tres clases porque, para ponerla más difícil, decidí no cobrarle; así le sería más fácil dejarse ganar por la pereza; yo vivía en Jesús María y él venía de Comas (km. 12).
El lunes me despertó el timbre de la puerta, no el despertador. Miré el reloj: cinco y cincuenta y cinco de la mañana, era José presentándose a su primera clase.
Como yo salía de casa muy temprano y volvía muy tarde, la clase debía comenzar a las seis de la mañana. A esa hora, aún en pijama, durante diez minutos le di las primeras instrucciones para comenzar; mientras él hacía lo que le había indicado fui por una ducha. A las seis y treinta durante quince minutos le mostré una técnica; mientras él la practicaba fui a planchar una camisa. A las siete y quince, durante quince minutos vi su ejercicio y corregí alguna cosa. A las siete y media le pedí aplicar esa técnica en alguna escena que se le ocurriera: una improvisación; mientras tanto fui por un café y a ponerme «tiza» para, a mi vez, hacer mi tarea del día. A las ocho; vi la escena, comenté, sugerí algunas cosas y lo vi por segunda vez. A las ocho y treinta me fui.
Esa pasó a ser nuestra rutina. Algunas veces él se quedaba practicando un poco más. Así, durante tres años, más o menos: lunes, miércoles y viernes a las cinco y cincuenta y cinco de la mañana. Hasta que José viajó a hacer una Maestría en Práctica Teatral, Títeres y Teatro de Objetos, en el Royal Central School of Speech and Drama en la Universidad de Londres, Inglaterra y pude dormir hasta las siete.
Desde entonces, José Navarro ha participado en numerosos Festivales Internacionales en China, Rusia, Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Tailandia, Rumania, Indonesia, Brasil, España, Emiratos Árabes Unidos, Kazajistán, Turquía, Bosnia y Herzegovina, Serbia, Hungría, Túnez, Polonia, Ucrania, Armenia, Venezuela, Holanda, Bélgica, Irán, Perú, Escocia, Gales, Irlanda, Malaysia...
La vocación es vida; todo lo demás, trabajo.