«Último
acto» no es el canto de Vasili Vasilievich Svetlovidov, sino un
hueco en el pecho de dos artistas que no se resignan a perder su
tiempo y su espacio; que sufren los síntomas de la enfermedad
terminal del alma: la pérdida de la capacidad de interpretar
realidades. En ambos se ha instalado el miedo a la vida y al olvido.
Aún no han muerto. Agonizan sufriendo el recuerdo del «aire» de
otros tiempos: uno, la gloria; el otro, la perdida libertad de ser;
porque no se es libre cuando uno hace lo que quiere en circunstancias
favorables, sino cuando éstas podrían contenerlo. Así es doloroso
estar y no ser, o ser como si no se estuviera: «to be, or not to
be».

Estamos destinados a morir, no es ninguna novedad; mientras tanto, uno se rasca donde le pica. ¿Dónde los feligreses de Dioniso? Hace algunos años me preguntaron si extrañaba los aplausos; iba a contestar que sí, pero, mientras tomaba aire para darlo como respuesta rotunda, me di cuenta de que lo que realmente extrañaba era la capacidad divina de crear. La vejez es muy larga y la última copa tarda en llegar.
Puedo seguir dando una relación de «sentipensamientos» suscitados por «Último acto» de Noraya Ccoyure, pero no quiero estropear los suyos. Sugiero experimentarlos presenciando la interpretación de Christian Alden y César Marticorena. Los vi en el teatro Esencia de Barranco, imagino que la aventura continuará.