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viernes, 27 de agosto de 2021

Crónica de supervivencia de un mimo errante


Terminaban los setentas: me había convertido en un trashumante impenitente; recorría parques y plazas armando corros en los que ofrecía mi espectáculo. Al terminar, después de pasar el sombrero, recién entonces iba en busca de algo para comer; nunca antes.

Algunas veces, después de esas funciones, se acercaban algunas personas y me pedían llevar mi espectáculo a otros lugares: fiestas, quermeses, cumpleaños. En algunas ocasiones me llamaban sólo para manipular artículos expuestos para la venta: cocinas, ollas, sartenes, habitáculos de baño, automóviles, camiones, ropa, zapatos, etc. Una vez, una mujer joven me contrató para mostrar a sus amigos su casa nueva; caracterizado de mimo, la acompañé en la puerta y di la bienvenida a los invitados que llegaban; me presentaba como su «marido nuevo», yo estrechaba la mano de todos con una amplia sonrisa, temeroso de que se presentara el «marido viejo». En otra oportunidad, me llamaron para estar en un cumpleaños; como no entendía qué quería decir eso de estar pedí que se me explicara en qué iba a consistir mi trabajo. En nada, me dijo, tengo amigos de todas las profesiones: médicos, ingenieros, biólogos, psicólogos, físicos…, pero no tengo un amigo mimo, quiero que estés en mi fiesta como mi amigo mimo. Apocado, le recordé que ese era mi trabajo. Si si si, me dijo, no te preocupes; no necesitas hacer nada, participa de la fiesta, come, bebe y cuando te canses me dices cuántas horas has estado y te pago. En otra ocasión fui requerido para oficiar una boda, en silencio; en otra, para entregar una joya y procurar el perdón por una infidelidad; también: pedidas de mano, despedidas de casado o celebraciones de divorcio; las fiestas de divorcio de ellas eran más divertidas.

Un día, mientras estaba en una librería, se me acercó una persona y me preguntó si era el mimo que había visto actuar en el teatro Pirandello, en la ceremonia de graduación de una promoción de psicólogos. Como le respondí afirmativamente me pidió visitarlo en su oficina para conversar sobre mi posible participación en un evento que su club estaba organizando. Convenimos el día, hora y me dejó su tarjeta.

Esa noche, reunido con unos amigos para jugar unas partidas de ajedrez, entre cafés y caladas a unos cigarrillos compartidos, lo comenté. Al ver la tarjeta y el nombre del club, me sugirieron que cobrara bien. ¿Cuánto es bien? Pregunté. Mucha plata, es el club, me dijeron.

Digamos que por entonces el sueldo promedio, en el lugar en el que me encontraba, era de unos mil quinientos. Yo, en mis presentaciones no convencionales, solía ganar entre setenta y noventa por presentación. Entonces, ¿cuánto debía cobrar? ¿Cien, ciento…? Temía perder el trabajo si exageraba.

Por estar pensando en eso me distraje y perdí la partida, así que me aparté del grupo y me fui a un lado a seguir rumiando el asunto. Iba por el segundo cigarrillo cuando Miguel me preguntó por el día y hora de la cita. ¡Yo te represento! Me propuso. Acepté en el acto.

¿Tienes zapatos? Claro, le dije, mostrándole los que llevaba. No, zapatos, esas son botas de electricista; ¿tienes traje? Di un paso atrás y lucí lo que vestía. ¡Ya! ―Resignado― te prestaré, ¿sobretodo? Es de mi talla, intervino Dipy. ¿Fumas en pipa? Preguntó Jorge. Sólo cigarrillos, respondí. Tengo una que te puedo regalar, pero ¿sabes fumar en pipa? Nunca he fumado en pipa. Te enseño. Miguel pensó un poco y me preguntó: ¿Tienes novia? ¿Novia…? No. ¿Una amiga? Alguien con quien vayas al teatro, cine… Asentí con un movimiento de cabeza. Dile que me llame.

Al día siguiente, Jorge, tras señalarme las partes de una pipa, los materiales con que se construyen, cómo limpiarla, cómo guardarla y mencionarme personajes ilustres que fumaron en pipa, procedió a enseñarme cómo cargarla: primero, tomando un poco de tabaco hizo un rulo pequeño que introdujo en el hornillo diciendo con mano de niño; luego, otro, con mano de mujer y un tercer rulo con mano de hombre. Cargada la pipa, me mostró cómo encenderla con fósforos y darle unas caladas. En seguida, me hizo repetir todo el proceso varias veces. Al despedirse, me dejó un libro sobre el arte de fumar en pipa.

Por su parte, mi novia habló con Miguel.

El día de la entrevista, me vestí como me indicaron; en un bolsillo llevaba la pipa cargada con Amphora. Cuando llegó mi novia casi me caigo de espaldas. Nunca la había visto así. Cuando salíamos: ella iba sin afeites, en jeans, saco térmico y gorra. Si yo la hubiera conocido como la estaba viendo: de traje, abrigo, maquillaje y demás aderezos, seguramente me hubiera mantenido distante, sintiéndola inalcanzable.

Fuimos a la entrevista. Por toda indicación, Miguel me dijo: tú no digas nada, déjame a mí. Llegamos. Ya me esperaban. Pasamos a una oficina (tuvieron que traer dos sillas más). Miguel comenzó con un hola, soy el mánager de Juan. A partir de ese momento mi recuerdo es confuso. No sé por qué, pero escuchar que tenía un mánager me desconcertó. Más aún, me abrumaba oírlo elogiarme y hablar con mucha soltura y dominio de la situación. De los momentos que recuerdo: en uno, decía de mí que era un artista haciendo una tournée internacional. En otro: quien me había citado, ofrecía pagarme dos mil y yo, sintiéndome en un sueño, quería aceptar ya porque eso superaba largamente los cien que yo había pensado pedir; pero Miguel, poniéndose de pie, ponía el grito en el cielo con un rotundo ¡Nooo! ¡Es Juan! Ya lo has visto actuar; (mirándome) ¿en el Pirandello, me decías? Ahí hizo una parte pequeña de su espectáculo, ¡gratis! Por amistad con uno de los graduandos; tú sabes que el caché de un artista como él, por lo menos, triplica eso. Cuando escuché esto último me arrepentí de haber aceptado que Miguel hablara por mí. Ya perdí, me dije, seguro de que se iban a reír de lo que mi representante pedía y de que me iban a echar con un puntapié en el trasero. Pero no, quien decidía hizo una pausa, miró a mi novia (la pipa casi se me cae de las manos), sonrió y llamó por teléfono a un directivo. Al colgar, pidió una rebaja que mi mánager aceptó a disgusto. Acordamos el lugar, fecha y hora de la presentación; así como un adelanto.

Salimos de la entrevista y nos fuimos a comer y beber con el anticipo. Compartiendo un vino, mi mánager renunció: ya viste cómo se hace, no es nada del otro mundo.

Volví a parques y plazas, por lo de siempre. Algunas veces, contratos; pero ni remotamente parecidos. Por mi cuenta, nunca pude hacer un trato como ese.

miércoles, 11 de agosto de 2021

Un camino para la libertad [1]

Llegábamos de uno en uno a eso de las seis y media de la tarde. Nos quitábamos la ropa en silencio y nos poníamos algo muy simple: un pantaloncillo corto y una camiseta sin mangas, descalzos. Mientras esperábamos la llegada de los demás, nos movíamos buscando alguna molestia en el cuerpo para deshacernos de ella. Al dar las siete, ya estábamos todos (a esa hora se consideraba que los presentes éramos todos los que íbamos a participar, nadie más). 

A esa hora, el maestro contaba a los presentes y ordenaba un número de repeticiones por cada uno: 50, 80 ó 100. Si éramos 10 y había ordenado 50, significaba 500 repeticiones de cada forma que practicaríamos ese día. Los viernes invariablemente ordenaba 100. Esto tomaba dos tercios de la clase, luego seguía el momento de ensayar combinaciones (una suerte de boxeo de sombra), concluíamos con unas peleas en las que cada uno participaba, por instrucción del maestro: sin ganas de ganar y sin ganas de perder. 

El primer lunes de cada mes nos enseñaba una forma nueva de golpear, derribar, someter y cómo defenderse de ellas. 

Seguí estas prácticas durante algunos años, tres veces por semana, como quien practicaba un deporte o iba al gimnasio para estar físicamente saludable, nada más. Iba y, siguiendo las enseñanzas del maestro, repetía el golpe, el agarre, la defensa, pero siempre mejor. 

Nunca había probado la utilidad ni la eficacia de eso que practicábamos. Digo eso que practicábamos porque no tenía un nombre como futbol, basquetbol o natación; para nosotros era algo así como jugar a pelear (ahora diríamos artes marciales, en esos años no lo llamábamos así, tampoco karate. El Judo y el Karate como disciplinas deportivas llegaron después. Como todo deporte federado, tenían un uniforme que las distinguía y además unos cinturones de colores que señalaban el nivel de pericia o maestría de cada practicante. Al notar eso, le pedimos al maestro que nos asignara unos. Él preguntó para qué, cuando se lo explicamos sólo se rio mucho). Por lo demás, el maestro nos tenía prohibido meternos en problemas: si pelea calle, no venga. 

Un día, mientras esperaba mi transporte en la esquina de una avenida, un hombre comenzó a arrastrar a una mujer. Al principio no entendí lo que pasaba, pero casi inmediatamente me di cuenta de que el sujeto quería robarle la cartera y la dueña no se desprendía de ella. Por un instante me quedé paralizado por el miedo, pero recuperando el valor enfrenté al delincuente instándolo a que la dejara. Éste, enojado por no poder salirse con la suya, se volvió hacía mí dispuesto a desquitarse conmigo y, vociferando unas groserías, me atacó. En ese momento mi ser aceptó la situación; mi respiración, que se había agitado por el temor, se calmó; mi cuerpo se deshizo de tensiones innecesarias y mis pensamientos guardaron silencio. Automáticamente esquivé su embestida y contraataqué sin pensar en cómo. Lo vi sentarse en el suelo tomándose el costado mientras, con desesperación, trataba de respirar. Levanté a la señora, la ayudé a subir a un ómnibus y me fui. 

Años después, luego de terminar mi participación en un festival de artes escénicas, recordé este incidente. El programa del día se había retrasado más de una hora y el público estaba impaciente. Los colegas que me antecedieron, afectados por la situación, hicieron unas presentaciones pobres. El temor al fracaso comenzó a dominarme y decidí no exponerme, pero me anunciaron: instantáneamente me serené, mi cuerpo se templó y prevalecí. Mi preparación, como aquél día, me dio lo que necesitaba para enfrentar la situación. En el arte marcial, teatral, musical, etc., el camino de la libertad está en la repetición –en el ensayo–, pero siempre mejor.

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[1] No se es libre cuando uno hace lo que quiere en circunstancias favorables, sino cuando éstas podrían contenerlo.