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jueves, 28 de noviembre de 2024

To copy or not to copy

Alguna vez me han preguntado: «¿Qué consejo le darías a un joven que quiera iniciarse en este mundo?». Como no tengo logros lo suficientemente relevantes como para dar lecciones, prefiero no imponer un camino; me limito a alentar, a hacer barra.

Pero sí puedo advertir sobre algo de lo que yo mismo fui culpable.

Cuando empecé, me decían que fuera original, que todo lo mío debía surgir de mi inventiva: algo inédito, novedoso, diferente. Con el tiempo, yo también caí en esa idea. Estaba convencido de que, en mis inicios, había malgastado tiempo y esfuerzo copiando a otros, y quería ahorrarles ese rodeo a los que empezaban.

Era un iluso, y no solo en eso. Tardé años en entender que todos damos los primeros pasos sobre caminos trazados por otros. Por eso ahora, en lugar de sermonear, animo a copiar sin miedo.

No importa cuánto lo intentes: jamás lo harás exactamente igual. Tus diferencias —conscientes o no— se filtrarán en lo que hagas. Además, no copies por obligación, sino por curiosidad, por aprender. ¿De qué otra forma podrías hacerlo? Solo recorriendo ese camino, una y otra vez, irás encontrando tu propia voz. La originalidad llega con la persistencia.

Aprovecha esos primeros pasos copiando para dominar tu técnica, como el aprendiz de pintura que, al estudiar la obra de un maestro, no solo reproduce lo evidente, sino la pincelada misma… hasta encontrar la suya propia. ¡Y la composición! Hasta descubrir su manera única de ordenar el lienzo.

En el camino, oirás muchas opiniones. Hazte el sordo. Pero sé honesto contigo: cuando sientas que has desarrollado tu propia fuerza, abandona la ruta sin mirar atrás y construye tu propio camino. Y hazlo bien, porque alguien más podría seguirlo.

miércoles, 28 de agosto de 2024

Camino a la escuela de mimo

En una conversación con un amigo sobre nuestros años de nomadismo, le conté cómo, en los años setenta, viajé en tren desde La Paz hasta Buenos Aires, atravesando Villazón y La Quiaca.

Camino a la escuela de mimo de Ángel Elizondo, hice una parada en La Paz. Allí, decidí ir al teatro. De la obra que vi recuerdo poco —apenas algunas escenas—, pero no olvido el encuentro casual a la salida con Liber Forti. Fue breve: intercambiamos noticias sobre nuestras actividades, y él, sabedor que era mimo, me insistió en actuar en la ciudad. Como le dije que lo consideraría, anotó en mi libreta unos contactos —entre ellos, Ernesto Cavour y Luis Rico— para que me ayudaran. Gracias a eso, días después, disfruté de un espectáculo maravilloso en la Peña Naira.

Al día siguiente, fui a la Universidad Mayor de San Andrés. Sin conocer a nadie, pregunté hasta dar con la oficina de un tal Guido Calavi. No recuerdo su cargo, pero apenas supo de mí, organizó funciones en la explanada de la UMSA y me invitó a quedarme en su casa. Caí enfermo —fiebre, congestión, afonía—, pero aun así actué. Diez días después, tomé el tren hacia Villazón, al sur de Potosí.

Siempre tuve estancias agradables en La Paz, pese a sus calles empinadas. Aunque una vez llegué en pleno golpe de estado y tuve que "huir" —en una de esas retiradas forzosas, en 1984, terminé en Bauru, São Paulo—, hice amigos entrañables. Guido Calavi, por ejemplo, me contaba entre risas que sus obras llevaban nombres de partes del cuerpo: La nariz, entre otras. En su momento, me fascinaban sus historias; hoy, lamento haberlas olvidado. Perdóname, Guido.

En Villazón, crucé a pie hasta La Quiaca. Caminé, comí algo y me preparé para el viaje a Buenos Aires. A bordo del tren, en algún punto del trayecto, nos detuvieron en un control.

A medianoche, caí en cuenta de que era mi cumpleaños. Sin pensarlo, se lo comenté a un pasajero aburrido como yo. Su reacción fue inesperada: tomó su sombrero, salió y regresó con una botella de licor y dos pocillos de barro. Levantó el suyo y anunció al vagón: «¡Hoy es el cumpleaños del amigo!». De pronto, botellas de colores, brindis, abrazos, risas y guitarras llenaron el aire. La fiesta espontánea alivió el tedio de todos.

Al llegar a Rosario, desperté con un dolor de cabeza brutal. Mientras buscaba algo —no sabía qué—, unas chicas me miraron sonrientes y, con picardía, me lanzaron: «¿En qué se parece la mariposa al sapo?». Era el texto de Pedro 1 en El cuento del hombre que vendía globos, de Grégor Díaz. Sin voz, moví los labios: «En que la mariposa vuela de flor en flor…». Ellas completaron: «¡Y al sapo, que mierda le importa!». Reímos. Mientras me preguntaba qué habría dicho o hecho en mi estado, me acomodé como pude y seguí dormitando.

En Buenos Aires, el frío de la estación Retiro terminó de despertarme. Allí empezaría, en serio, mi camino como mimo.