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lunes, 14 de febrero de 2022

Mi amigo, el marqués

Juan Piqueras

Cuando por fin nos dejaron poner un pie en la calle uno de los lugares que visité fue Barranco. Al comenzar a descender por Bajada de Baños aunque quise pasar de largo me detuve frente a esa casa blanca de puertas y ventanas azules en la que innumerables veces había sido recibido efusivamente por Juan y Carmen Piqueras. Asimismo, recordé las muchas veces que, sentados en ese corredor, veíamos bajar y subir a los transeúntes mientras conversábamos de las cosas que pasaban en el país, del último libro que habíamos leído, de la última obra de teatro que habíamos visto y, casi sin querer, de mimo. 



Sonriendo, sólo para mi, recordé también las bromas que le gastábamos a Carmen, cuando yo llamaba por teléfono:

– Aló
– Con el poeta de los sueños azules, por favor
– ¿Con quién?
– Tenga la amabilidad de informarle que le llama el poema sin color.

En el silencio de mi habitación, alcanzaba a oír claramente, a través del auricular, a Juan:

– ¿Quién llama?
– ¡Un loco! Pregunta por el poeta de los sueños azules – Oía, entonces, los pasos de Juan acercándose, tomar el teléfono y...
– ¿Cómo está usted mi querido y dilecto amigo?
– No tan bien como usted, ilustrísimo marqués del Puente de los Suspiros y Miramar.
– ¿Quién es? – Alcanzaba a oír que preguntaba, intrigada, Carmen.
– ¡El vizconde de Yerbateros! – Le informaba, protocolario, mi tocayo.
– Par de locos. ¡Juanes tenían que ser! – Profería Carmen, mientras se alejaba.

E iniciábamos una larga charla que terminaba con mi promesa de visitarlos y disfrutar un café en el corredor.




lunes, 13 de septiembre de 2021

Jorge Acuña: Hacedor Del Teatro De Calle

Allá por los años sesenta, mientras las grandes potencias (EEUU y URSS) competían por alcanzar la luna e instaurar su hegemonía en el planeta; aquí, en Perú, un golpe militar asumía el gobierno del país en octubre de 1968 y, el mes siguiente, Jorge Acuña Paredes salía a las calles a hacer lo que sabía.

Instalado en la Plaza San Martín, frente al Círculo Militar, comenzó. A un transeúnte, que se detuvo frente a él, le informó: “tú eres el espectador y yo el actor”. Con esa frase, que eliminaba a todos los intermediarios, comenzó la aventura del teatro de calle. Los diarios limeños comenzaron a informar sobre un loco en la Plaza San Martín. 

Jorge llegaba a la Plaza San Martín con una canasta de mercado. Con una tiza blanca trazaba un gran círculo en el suelo alrededor del cual se iban acomodando las personas que transitaban por ahí. Se maquillaba frente a ellos, explicaba brevemente el lenguaje que iba a utilizar y presentaba las pantomimas: “La Sopita de los Pobres”, “El Bañista”, “La confesión”; entre esas historias mimadas, usando un megáfono, intercalaba los cuentos: “El ladrón que robó al ratón” y “La fábula de los ricos”; se despedía quitándose el maquillaje frente a todos. 

Ahí permaneció por más de 10 años; siendo, por esto, invitado a importantes eventos internacionales como el "Festival de Nancy". El diario “Le Monde”, el más importante de París, refiriéndose a él, notició: "El verdadero juglar del siglo XX". 

Ya en 1976, ese loco, era el autor más leído del país y quizá de toda Latinoamérica; porque, aunque parezca mentira, hasta entonces había vendido más de medio millón de ejemplares de sus cuentos y había sido visto y escuchado, en las calles, por más de dos millones de personas. 

Uno de esos días, que nos fuimos a “conversar con el psiquiatra” (santo y seña para compartir una cervecita), para iniciar la charla, le pregunté ¿por qué en la calle? Y su respuesta, que después escuché muchas veces, fue: “Yo tenía la idea, la misma que tenemos la gran mayoría de actores, en el sentido de que el pueblo no sabe comportarse frente a los espectáculos: es grosero, insolente y atrevido. Esta idea lógicamente me lo habían impuesto; era tan general que casi todos creíamos que las calles eran el final de la vida misma. Nos habíamos olvidado, y por qué no decirlo: Fuimos engañados. Nadie nos dijo que la vida había empezado ahí, en los campos abiertos, debajo de los árboles, al amparo de sus sombras...”

Jorge es un conversador, y fabula con mucha facilidad. En una oportunidad, hablando sobre mi origen huancavelicano, tejió una divertida historia en la que yo me convertía en el rey de la papa. En otra ocasión: contó que, en uno de sus viajes, fue recibido por una comitiva encabezada por un moreno de grandes mostachos que lo estrechó con un gran abrazo y un beso en la boca. ―¿Qué hiciste? Pregunté. ―Cerré los ojos, ―contestó. Los que lo escuchamos, reímos largamente. Nunca sabremos si fue cierto o sólo una broma; él lo decía muy serio, atribuyéndolo a un comportamiento cultural. 

Así, “conversando con el psiquiatra”, a instancias de Hugo Suárez, le propuse presentar nuestro espectáculo en una sala. Luego de una mediana resistencia, aceptó. Jorge Acuña, Hugo Suárez, Héctor Arnao y yo formamos un grupo que muy "originalmente" llamamos El Gesto para llevar adelante esta idea.

Mi amigo Aníbal Galindo (Maestro de Kung Fu) nos facilitó el espacio del Círculo Li Kum San y comenzamos a ensayar, El silencio pide la palabra, sin contar aún con un teatro. Decidimos solicitar el auspicio del Instituto Nacional de Cultura y el teatro La Cabaña. Jorge y yo haríamos los trámites. 

Diseño de Héctor Arnao para el afiche y el programa de mano


Durante los ensayos Jorge sufría una molestia en la rodilla, así que, camino a hacer las diligencias acordadas, le propuse pasar por una tienda de artículos deportivos para comprar unas rodilleras que lo protegieran. Estando en eso, me contó que había sido invitado a participar en un festival de mimo en Irán. Aunque él era regularmente invitado a importantes eventos internacionales, esa invitación me extrañó porque en Irán estaban en plena revuelta contra el Sha Reza Pahleví. 

Camino al INC. conversábamos:

Jorge: Me duele la rodilla cuando hago “Las puertas”.
Yo: No te preocupes, con esas rodilleras no vas a tener ningún problema.
Jorge: Ayer, durante el ensayo, casi pego un brinco. No sabía que había unas rodilleras tan blanditas, sólo conocía las que usan los arqueros, son duras y no dejan hacer nada.
Yo: Estas son las que usan las voleibolistas. Ahora, ¿a dónde vamos?
Jorge: A un montón de sitios. Esto de ser invitado a un festival no es nada fácil. Me mandan los pasajes, pero tengo que pagar los impuestos de salida, el pasaporte, impuestos de viaje y no sé qué tanto más.
Yo: Oye, pero tú vas a representar a Perú, al teatro peruano. No sé, alguna institución tendría que auspiciarte, tendrían que exonerarte de impuestos. No estás yendo a pasear. Es más, tendrían que darte alguna ayuda para tu bolsa de viajes.
Jorge: La verdad, sobre eso, no he pensado nada.
Yo: Mira, estamos yendo al Instituto Nacional de cultura ¿Por qué no preguntamos? A lo mejor consigues algo.
Jorge: ¿Tú crees?
Yo: Con preguntar no pierdes nada, ¿no?

En el I.N.C.

Funcionario: (Abriendo exageradamente los brazos) ¡Jorgito! ¡Hermano! ¡Qué gusto de verte! ¿A qué se debe el honor?
Jorge: ¿Conoces al chino? (Refiriéndose a mí, no al gobernante de turno)
Funcionario: (Sin mirarme) Sí, sí, claro. Tomen asiento.
Jorge: ¡Qué bonita oficina! Con razón ya no trabajas.
Funcionario: (Con una risa forzada) Pero qué dices, justamente, estamos aquí: trabajando.
Jorge: ¿En qué, ah?
Funcionario: Trabajamos por la cultura de nuestro país, por las artes. Como tú comprenderás, tenemos muchas limitaciones; nuestro presupuesto es mínimo, nuestras solicitudes no se atienden, nuestro trabajo no se comprende. A veces me paso semanas pidiendo; cuando finalmente aceptan, me dan sólo el diez por ciento; y cuando, después de mucho trabajo, lo brindamos al público: no hay acogida. ¡Si dan ganas de mandar todo al diablo!
Jorge: ¿Y por qué no lo haces?
Funcionario: Pero qué dices, los hombres de lucha no nos rendimos. Pero ya, basta de hablar de mis sacrificios; cuéntame, a qué se debe tu visita.
Jorge: (Dándole el paquete que llevaba en las manos) Bueno hermano, sabiendo el trabajo que realizas por la cultura y el arte de nuestro pueblo, he venido trayéndote un pequeño regalito como reconocimiento personal (me puse pávido).
Funcionario: (Abre el envoltorio y se encuentra con las rodilleras) ¡Y esto! 
Jorge: Hay un cuento, sobre un águila que decidió volar al lugar más alto del mundo. Se remontó hasta posarse en el pico más elevado. Cuando llegó allí se dijo: ¡He arribado a donde nadie ha llegado antes! Entonces escuchó una voz, a sus patas, que le decía: ¡No! Yo llegué primero. La majestuosa águila, sorprendida, vio que la voz provenía de un caracol; entonces le preguntó: ¿Y tú cómo llegaste? El caracol le respondió: ¡Arrastrándome! Por eso te he traído ese regalito pues hermanito.
Funcionario: (Sonriendo fingidamente, mientras aparta de sí las rodilleras) Siempre jodido este Jorgito.

Jorge y el funcionario reían; mientras yo, desconcertado y rendido, apostaba a que el INC no iba a auspiciarnos ni a darnos el teatro.

Jorge: Bueno hermano, como tú sabrás, he sido invitado a un festival en Irán. Sabes lo engorroso que es viajar en estos tiempos. He venido a verte para ver si me puedes ayudar en algo. No tengo plata para impuestos y todo lo demás. Pensé que ahora que tú estás en este cargo tan importante, tal vez con una firmita o una llamadita, algo me podrías ayudar.
Funcionario: No Jorgito, desde aquí no puedo hacer nada. Lo único que puedo hacer es desearte éxito y buen viaje (de pronto hace como si recordara algo) Jorgito me vas a tener que disculpar, pero en este momento tengo que atender un asunto muy importante (Conduciéndonos a la puerta); ya sabes dónde estoy, visítame cuando vuelvas, cuéntame de tus éxitos para ponerlos en nuestras publicaciones. (Mientras nos empuja hacia afuera) Saluda a tu esposa, (dirigiéndose a mi) chau amigo.

El INC nos “auspició”. El auspicio consistía en exonerarnos del pago de impuesto al espectáculo. Para que el auspicio sea efectivo, en el afiche y programa de mano debíamos poner: Auspiciado por el Instituto Nacional de Cultura. Y nos alquilaron el teatro La Cabaña.

Jorge viajó a Irán y recorrió Europa. Aquí nadie reportó nada. Él no pertenecía al Star system local. Volvió a la plaza San Martín. Un par de años después lo acompañé al aeropuerto: se marchaba a Suecia. Al despedirse, iba vestido de negro; llevaba, como bandoleras, una máquina de escribir y un costalillo con sus ropas; coronaba su testa un sombrero en la que bailaba una flor roja. Alguien conjeturó: “este loco va a volver en menos de un mes”. Volvió después de 10 años, pero sólo de visita. Han pasado más de 40 años desde que se fue.

Los herederos de su hacer son innumerables. Ahora, casi no hay espacio público, en el mundo, que no esté ocupada por un émulo de Jorge Acuña Paredes. 

viernes, 27 de agosto de 2021

Crónica de supervivencia de un mimo errante


Terminaban los setentas: me había convertido en un trashumante impenitente; recorría parques y plazas armando corros en los que ofrecía mi espectáculo. Al terminar, después de pasar el sombrero, recién entonces iba en busca de algo para comer; nunca antes.

Algunas veces, después de esas funciones, se acercaban algunas personas y me pedían llevar mi espectáculo a otros lugares: fiestas, quermeses, cumpleaños. En algunas ocasiones me llamaban sólo para manipular artículos expuestos para la venta: cocinas, ollas, sartenes, habitáculos de baño, automóviles, camiones, ropa, zapatos, etc. Una vez, una mujer joven me contrató para mostrar a sus amigos su casa nueva; caracterizado de mimo, la acompañé en la puerta y di la bienvenida a los invitados que llegaban; me presentaba como su «marido nuevo», yo estrechaba la mano de todos con una amplia sonrisa, temeroso de que se presentara el «marido viejo». En otra oportunidad, me llamaron para «estar» en un cumpleaños; como no entendía qué quería decir eso de «estar» pedí que se me explicara en qué iba a consistir mi trabajo; ―en nada ―me dijo―, tengo amigos de todas las profesiones: médicos, ingenieros, biólogos, psicólogos, físicos…, pero no tengo un amigo mimo, quiero que estés en mi fiesta como mi amigo mimo. Apocado, le recordé que ese era mi trabajo; ―si si si ―me dijo, ―no te preocupes; no necesitas hacer nada, participa de la fiesta, come, bebe y cuando te canses me dices cuántas horas has estado y te pago. En otra ocasión fui requerido para oficiar una boda, en silencio; en otra, para entregar una joya y procurar el perdón por una infidelidad; también: pedidas de mano, despedidas de casado o celebraciones de divorcio; las fiestas de divorcio de ellas eran más divertidas.

Un día, mientras estaba en una librería, se me acercó una persona y me preguntó si era el mimo que había visto actuar en el teatro Pirandello, en la ceremonia de graduación de una promoción de psicólogos. Como le respondí afirmativamente me pidió visitarlo en su oficina para conversar sobre mi posible participación en un evento que su club estaba organizando. Convenimos el día, hora y me dejó su tarjeta.

Esa noche, reunido con unos amigos para jugar unas partidas de ajedrez, entre cafés y pitadas a unos cigarrillos compartidos, lo comenté. Al ver la tarjeta y el nombre del club, me sugirieron que cobrara bien. ―¿Cuánto es bien? Pregunté. ―Mucha plata, es «el club», ―me dijeron.

Digamos que por entonces el sueldo promedio, en el lugar en el que me encontraba, era de unos mil quinientos. Yo, en mis presentaciones no convencionales, solía ganar entre setenta y noventa por presentación. Entonces, ¿cuánto debía cobrar? ¿Cien, ciento…? Temía perder el trabajo si exageraba.

Por estar pensando en eso me distraje y perdí la partida, así que me aparté del grupo y me fui a un lado a seguir rumiando el asunto. Iba por el segundo cigarrillo cuando Miguel me preguntó por el día y hora de la cita. ¡Yo te represento! Me propuso. Acepté en el acto.

―¿Tienes zapatos? ―Claro, le dije, mostrándole los que llevaba. ―No, zapatos; esas son botas de electricista. ¿Tienes traje? ―Di un paso atrás y «lucí» lo que vestía. ―¡Ya! (Resignado) te prestaré. ¿Sobretodo? ―Es de mi talla (intervino Dipy). ―¿Fumas en pipa? (Preguntó Jorge) ―Sólo cigarrillos (respondí) ―Tengo una que te puedo regalar, pero ¿sabes fumar en pipa? ―Nunca he fumado en pipa. ―Te enseño. ―Miguel pensó un poco y me preguntó―: ¿Tienes novia? ―¿Novia…? No. ―¿Una amiga? Alguien con quien vayas al teatro, cine… ―Asentí con un movimiento de cabeza. ―Dile que me llame.

Al día siguiente, Jorge, tras señalarme las partes de una pipa, los materiales con que se construyen, cómo limpiarla, cómo guardarla y mencionarme personajes ilustres que fumaron en pipa, procedió a enseñarme cómo cargarla: primero, tomando un poco de tabaco hizo un rulo pequeño que introdujo en el hornillo diciendo «con mano de niño»; luego, otro, «con mano de mujer» y un tercer rulo «con mano de hombre». Cargada la pipa, me mostró cómo encenderla con fósforos y darle unas caladas. En seguida, me hizo repetir todo el proceso varias veces. Al despedirse, me dejó un libro sobre el arte de fumar en pipa.

Por su parte, «mi novia» habló con Miguel.

El día de la entrevista, me vestí como me indicaron; en un bolsillo llevaba la pipa cargada con Amphora. Cuando llegó «mi novia» casi me caigo de espaldas. Nunca la había visto así. Cuando salíamos: ella iba sin afeites, en jeans, saco térmico y gorra. Si yo la hubiera conocido como la estaba viendo: de traje, abrigo, maquillaje y demás aderezos, seguramente me hubiera mantenido distante, sintiéndola inalcanzable.

Fuimos a la entrevista. Por toda indicación, Miguel me dijo: «tú no digas nada, déjame a mí». Llegamos. Ya me esperaban. Pasamos a una oficina (tuvieron que traer dos sillas más). Miguel comenzó con un «hola, soy el mánager de Juan». A partir de ese momento mi recuerdo es confuso. No sé por qué, pero escuchar que tenía un mánager me desconcertó. Más aún, me abrumaba oírlo elogiarme y hablar con mucha soltura y dominio de la situación. De los momentos que recuerdo: en uno, decía de mí que era un artista haciendo una tournée internacional. En otro: quien me había citado, ofrecía pagarme dos mil y yo, sintiéndome en un sueño, quería aceptar ya porque eso superaba largamente los cien que yo había pensado pedir; pero Miguel, poniéndose de pie, ponía el grito en el cielo con un rotundo ¡Nooo! ¡Es Juan! Ya lo has visto actuar; (mirándome) ¿en el Pirandello, me decías? Ahí hizo una parte pequeña de su espectáculo, ¡gratis! Por amistad con uno de los graduandos; tú sabes que el caché de un artista como él, por lo menos, triplica eso. Cuando escuché esto último me arrepentí de haber aceptado que Miguel hablara por mí. Ya perdí, me dije, seguro de que se iban a reír de lo que «mi representante» pedía y de que me iban a echar con un puntapié en el trasero. Pero no, quien decidía hizo una pausa, miró a «mi novia» (la pipa casi se me cae de las manos), sonrió y llamó por teléfono a un directivo. Al colgar, pidió una rebaja que mi mánager aceptó «a disgusto». Acordamos el lugar, fecha y hora de la presentación; así como un adelanto.

Salimos de la entrevista y nos fuimos a comer y beber con el anticipo. Compartiendo un vino, mi mánager renunció: «ya viste cómo se hace, no es nada del otro mundo».

Volví a parques y plazas, por lo de siempre. Algunas veces, contratos; pero ni remotamente parecidos. Por mi cuenta, nunca pude hacer un trato como ese.

miércoles, 11 de agosto de 2021

Un camino para la libertad [1]

Llegábamos de uno en uno a eso de las seis y media de la tarde. Nos quitábamos la ropa en silencio y nos poníamos algo muy simple: un pantaloncillo corto y una camiseta sin mangas, descalzos. Mientras esperábamos la llegada de los demás, nos movíamos buscando alguna molestia en el cuerpo para deshacernos de ella. Al dar las siete, ya estábamos todos.[2]

A esa hora, el maestro contaba a los presentes y ordenaba un número de repeticiones por cada uno: 50, 80 ó 100. Si éramos 10 y había ordenado 50, significaba 500 repeticiones de cada forma que practicaríamos ese día. Los viernes invariablemente ordenaba 100. Esto tomaba dos tercios de la clase, luego seguía el momento de ensayar combinaciones (una suerte de boxeo de sombra), concluíamos con unas peleas en las que cada uno participaba, por instrucción del maestro, sin ganas de ganar y sin ganas de perder.

El primer lunes de cada mes nos enseñaba una forma nueva de golpear, derribar, someter y cómo defenderse de ellas.

Seguí estas prácticas durante algunos años, tres veces por semana, como quien practicaba un deporte o iba al gimnasio para estar físicamente saludable, nada más. Iba y siguiendo las enseñanzas del maestro repetía el golpe, el agarre, la defensa, pero siempre mejor.

Nunca había probado la utilidad ni la eficacia de eso que practicábamos. Digo “eso” que practicábamos porque no tenía un nombre como futbol, basquetbol o natación; para nosotros era algo así como jugar a pelear[3]. Por lo demás, el maestro nos tenía prohibido meternos en problemas: “si pelea calle, no venga”.

Un día, mientras esperaba mi transporte en la esquina de una avenida, un hombre comenzó a arrastrar a una mujer. Al principio no entendí lo que pasaba, pero casi inmediatamente me di cuenta de que el sujeto quería robarle la cartera y la dueña no se desprendía de ella. Por un instante me quedé paralizado por el miedo, pero recuperando el valor enfrenté al delincuente instándolo a que la dejara. Éste, enojado por no poder salirse con la suya, se volvió hacía mí dispuesto a desquitarse conmigo y, vociferando unas groserías, me atacó. En ese momento mi ser aceptó la situación; mi respiración, que se había agitado por el temor, se calmó; mi cuerpo se deshizo de tensiones innecesarias y mis pensamientos guardaron silencio. Automáticamente esquivé su embestida y contraataqué sin pensar en cómo. Lo vi sentarse en el suelo tomándose el costado mientras, con desesperación, trataba de respirar. Levanté a la señora, la ayudé a subir a un ómnibus y me fui.

Años después, luego de terminar mi participación en un festival de artes escénicas, recordé este incidente. El programa del día se había retrasado más de una hora y el público estaba impaciente. Los colegas que me antecedieron, afectados por la situación, hicieron unas presentaciones pobres. El temor al fracaso comenzó a dominarme y decidí no exponerme, pero me anunciaron: instantáneamente me serené, mi cuerpo se templó y prevalecí. Mi preparación, como aquél día, me dio lo que necesitaba para enfrentar la situación. En el Arte (marcial, teatral, musical, etc.) el camino de la libertad está en la repetición[4], pero siempre mejor.

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[1] No se es libre cuando uno hace lo que quiere en circunstancias favorables, sino cuando éstas podrían contenerlo.

[2] A esa hora se consideraba que los presentes éramos todos los que íbamos a participar, nadie más.

[3] Ahora diríamos Artes marciales. En esos años no lo llamábamos así, tampoco karate. El Judo y el Karate como disciplinas deportivas llegaron después. Como todo deporte federado, tenían un uniforme que las distinguía y además unos cinturones de colores que señalaban el nivel de pericia o maestría de cada practicante. Al notar eso, le pedimos al maestro que nos asignara unos. Él preguntó para qué, cuando se lo explicamos sólo se rio mucho.

[4] En el ensayo.