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lunes, 22 de septiembre de 2025

¡Feliz día del mimo!

—¡Feliz día! —me espeta a las 8 de la "mornin" el colega César Chirinos.
Mientras me sacudo pesadamente el sueño incompleto, pregunto:
—¿Qué día es hoy? Porque, hasta donde recuerdo, hoy vence el día de pago de mis deudas.
—Dicen los hijos de Marceau que es el día internacional del mimo —responde.
—Ah, cierto… —Temprano (eufemismo de "ayer"), había brindado por el silencio en estos términos:

Juré ser el señor del silencio,
maestro de gestos, poeta del aire,
pero hoy me obligo a romper el hechizo
y a soltar palabras... ¡qué desmadre!

¿Cómo explicar con voz lo que las manos
dibujaban en el espacio puro?
¿Para qué sirve un "¡Oh!" melodramático
si un puño al pecho ya lo dice duro?

Un discurso sobre el arte de no decir nada…
Me traiciona la lengua, el acento me delata,
vendiendo silencios... ¡a gritos y con ritmo!
¡La ironía muerde como un perro mudo!

(¿Ven? Esto antes lo hacía con mi mirada).
¿Quién soy si digo “yo”?
Se perdió el honor de aquel que hablaba
con una sonrisa en la mirada… Y bla bla bla…

¡Feliz día del mimo!



viernes, 2 de mayo de 2025

El juglar del siglo XX

Amigos, Herederos de la Memoria:

No despido a un hombre; celebro la vida de un artista monumental, un verdadero juglar de nuestro tiempo: Jorge Acuña Paredes. Su historia es un recordatorio de que la grandeza a menudo se encuentra en los lugares más inesperados, lejos de los reflectores y los salones de élite.

Quiero honrar a un hombre que no esperó un permiso para hacer arte, que no necesitó escenarios consagrados para conmover, que eligió el suelo desigual de las calles como su gran teatro. Un hombre que, en tiempos de golpes militares y carreras espaciales, decidió que su revolución sería de gestos, de cuentos y de risas compartidas bajo el cielo abierto de Lima.

Jorge Acuña Paredes, el mimo que al trazar un círculo con una tiza blanca en el suelo de la plaza San Martín, no solo delimitó un escenario: rompió el mito de que el arte era privilegio de unos pocos. "Tú eres el espectador y yo el actor", decía, borrando con esa frase décadas de jerarquías culturales. Los periódicos hablaban de un "loco", pero ese loco era, en verdad, un sabio: sabía que el teatro no nació en palacios, sino en las plazas, bajo la sombra de los árboles, donde la vida pulsa sin etiquetas.

Durante más de diez años, convirtió la plaza en su academia y en su templo. Con pantomimas como "La Sopita de los Pobres" o cuentos como "El ladrón que robó al ratón", no solo entretenía; interpelaba. Sus historias eran espejos donde el Perú se veía —a veces riendo, a veces incomodado—, pero siempre reconociéndose.

El mundo lo celebró antes que su propia tierra. Le Monde lo llamó "el verdadero juglar del siglo XX", y festivales como el de Nancy o Irán lo acogieron. Pero Jorge no buscaba fama; buscaba diálogo. Por eso, cuando le preguntaban "¿por qué en la calle?", respondía que allí empezó todo: "Nos habíamos olvidado... fuimos engañados".

Se fue a Suecia vestido de negro, con una máquina de escribir al hombro y una flor roja danzando en su sombrero. Algunos creyeron que volvería pronto, pero su exilio duró décadas. Sin embargo, como los grandes mitos, su legado no conoce fronteras. Hoy, cada artista callejero que transforma una esquina en escenario, cada mimo que desafía el ruido con silencio, cada cuentista que siembra palabras en el asfalto, lleva un poco de Jorge dentro.

Jorge Acuña Paredes no se fue; se multiplicó. En cada plaza donde alguien dibuja un círculo y dice "Aquí, ahora, esto es teatro", allí está él. En cada risa que estalla en medio del caos urbano, allí está él. En la terquedad de creer que el arte no es lujo, sino pan, allí está él.

Maestro, juglar, loco lúcido: gracias por enseñarnos que la calle no es el final, sino el principio. Que el arte no pide permiso; se toma la palabra. Y sobre todo, que la locura más hermosa es aquella que nos devuelve la libertad de crear, sin más testigos que la vida misma.

¡Que el aplauso de hoy no sea solo nuestro, sino de esas plazas que aún te esperan!

jueves, 28 de noviembre de 2024

To copy or not to copy

Alguna vez me han preguntado: «¿Qué consejo le darías a un joven que quiera iniciarse en este mundo?». Como no tengo logros lo suficientemente relevantes como para dar lecciones, prefiero no imponer un camino; me limito a alentar, a hacer barra.

Pero sí puedo advertir sobre algo de lo que yo mismo fui culpable.

Cuando empecé, me decían que fuera original, que todo lo mío debía surgir de mi inventiva: algo inédito, novedoso, diferente. Con el tiempo, yo también caí en esa idea. Estaba convencido de que, en mis inicios, había malgastado tiempo y esfuerzo copiando a otros, y quería ahorrarles ese rodeo a los que empezaban.

Era un iluso, y no solo en eso. Tardé años en entender que todos damos los primeros pasos sobre caminos trazados por otros. Por eso ahora, en lugar de sermonear, animo a copiar sin miedo.

No importa cuánto lo intentes: jamás lo harás exactamente igual. Tus diferencias —conscientes o no— se filtrarán en lo que hagas. Además, no copies por obligación, sino por curiosidad, por aprender. ¿De qué otra forma podrías hacerlo? Solo recorriendo ese camino, una y otra vez, irás encontrando tu propia voz. La originalidad llega con la persistencia.

Aprovecha esos primeros pasos copiando para dominar tu técnica, como el aprendiz de pintura que, al estudiar la obra de un maestro, no solo reproduce lo evidente, sino la pincelada misma… hasta encontrar la suya propia. ¡Y la composición! Hasta descubrir su manera única de ordenar el lienzo.

En el camino, oirás muchas opiniones. Hazte el sordo. Pero sé honesto contigo: cuando sientas que has desarrollado tu propia fuerza, abandona la ruta sin mirar atrás y construye tu propio camino. Y hazlo bien, porque alguien más podría seguirlo, evítale "accidentes".

miércoles, 28 de agosto de 2024

Camino a la escuela de mimo

En una conversación con un amigo sobre nuestros años de nomadismo, le conté cómo, en los años setenta, viajé en tren desde La Paz hasta Buenos Aires, atravesando Villazón y La Quiaca.

Camino a la escuela de mimo de Ángel Elizondo, hice una parada en La Paz. Allí, decidí ir al teatro. De la obra que vi recuerdo poco —apenas algunas escenas—, pero no olvido el encuentro casual a la salida con Liber Forti. Fue breve: intercambiamos noticias sobre nuestras actividades, y él, sabedor que era mimo, me insistió en actuar en la ciudad. Como le dije que lo consideraría, anotó en mi libreta unos contactos —entre ellos, Ernesto Cavour y Luis Rico— para que me ayudaran. Gracias a eso, días después, disfruté de un espectáculo maravilloso en la Peña Naira.

Al día siguiente, fui a la Universidad Mayor de San Andrés. Sin conocer a nadie, pregunté hasta dar con la oficina de un tal Guido Calavi. No recuerdo su cargo, pero apenas supo de mí, organizó funciones en la explanada de la UMSA y me invitó a quedarme en su casa. Caí enfermo —fiebre, congestión, afonía—, pero aun así actué. Diez días después, tomé el tren hacia Villazón, al sur de Potosí.

Siempre tuve estancias agradables en La Paz, pese a sus calles empinadas. Aunque una vez llegué en pleno golpe de estado y tuve que "huir" —en una de esas retiradas forzosas, en 1984, terminé en Bauru, São Paulo—, hice amigos entrañables. Guido Calavi, por ejemplo, me contaba entre risas que sus obras llevaban nombres de partes del cuerpo: La nariz, entre otras. En su momento, me fascinaban sus historias; hoy, lamento haberlas olvidado. Perdóname, Guido.

En Villazón, crucé a pie hasta La Quiaca. Caminé, comí algo y me preparé para el viaje a Buenos Aires. A bordo del tren, en algún punto del trayecto, nos detuvieron en un control.

A medianoche, caí en cuenta de que era mi cumpleaños. Sin pensarlo, se lo comenté a un pasajero aburrido como yo. Su reacción fue inesperada: tomó su sombrero, salió y regresó con una botella de licor y dos pocillos de barro. Levantó el suyo y anunció al vagón: «¡Hoy es el cumpleaños del amigo!». De pronto, botellas de colores, brindis, abrazos, risas y guitarras llenaron el aire. La fiesta espontánea alivió el tedio de todos.

Al llegar a Rosario, desperté con un dolor de cabeza brutal. Mientras buscaba algo —no sabía qué—, unas chicas me miraron sonrientes y, con picardía, me lanzaron: «¿En qué se parece la mariposa al sapo?». Era el texto de Pedro 1 en El cuento del hombre que vendía globos, de Grégor Díaz. Sin voz, moví los labios: «En que la mariposa vuela de flor en flor…». Ellas completaron: «¡Y al sapo, que mierda le importa!». Reímos. Mientras me preguntaba qué habría dicho o hecho en mi estado, me acomodé como pude y seguí dormitando.

En Buenos Aires, el frío en la estación Retiro terminó de despertarme. Allí empezaría, en serio, mi camino como mimo.

sábado, 9 de septiembre de 2023

Último acto

«Último acto» no es el canto de Vasili Vasilievich Svetlovidov, sino un hueco en el pecho de dos artistas que no se resignan a perder su tiempo y su espacio; que sufren los síntomas de la enfermedad terminal del alma: la pérdida de la capacidad de interpretar realidades. En ambos se ha instalado el miedo a la vida y al olvido. Aún no han muerto. Agonizan sufriendo el recuerdo del «aire» de otros tiempos: uno, la gloria; el otro, la perdida libertad de ser; porque no se es libre cuando uno hace lo que quiere en circunstancias favorables, sino cuando éstas podrían contenerlo. Así es doloroso estar y no ser, o ser como si no se estuviera: «to be, or not to be».

Estamos destinados a morir, no es ninguna novedad; mientras tanto, uno se rasca donde le pica. ¿Dónde los feligreses de Dioniso? Hace algunos años me preguntaron si extrañaba los aplausos; iba a contestar que sí, pero, mientras tomaba aire para darlo como respuesta rotunda, me di cuenta de que lo que realmente extrañaba era la capacidad divina de crear. La vejez es muy larga y la última copa tarda en llegar.

Puedo seguir dando una relación de «sentipensamientos» suscitados por «Último acto» de Noraya Ccoyure, pero no quiero estropear los suyos. Sugiero experimentarlos presenciando la interpretación de Christian Alden y César Marticorena. Los vi en el teatro Esencia de Barranco, imagino que la aventura continuará.


miércoles, 21 de junio de 2023

Story Time: José

Recordando los procedimientos que, en la primaria, la profesora Flor me enseñó para germinar un fréjol, durante el covid me di a la tarea de sembrar algunas semillas de ají; y vi que, de manera inevitable, de cada semilla germinaba una planta de ají y no otra cosa.

De tanto en tanto recibo mails preguntando por clases o talleres de mimo. Como tengo el prejuicio de pensar que se trata sólo de curiosidad o entusiasmo pasajero, suelo darle largas al asunto.

Más de un amigo me ha preguntado el porqué, y no puedo evitar, en respuesta, narrarles el encuentro que tuve con un joven en un café: se acercó, me extendió la mano y dijo:
 
−Quiero aprender mimo 
−¿Sí? 
−Sí 
−¿Por qué? 
−Porque quiero enseñar, ahora hay mucha gente que quiere aprender 
−¡Ah! Te parece que sería un buen negocio 
−Sí, ahora llaman mimos para todo, hasta para dirigir el transito. 

Por esos días la Municipalidad de Lima me había contratado para organizar y dirigir a un grupo de mimo que, usando sus medios artísticos, les recordara a choferes y transeúntes respetar las señales de transito. 

−¿Cuánto tiempo estás dispuesto a dedicarle al aprendizaje? 
−Quiero aprovechar el verano, unos tres meses 
−¿Te parece que con tres meses sería suficiente para aprender mimo? 
−Puede ser un poco más, uno o dos meses más para aprender bien, ¿en cuánto tiempo me puede enseñar usted? 
−Pues me la pones difícil 
−¿Por qué? 
−No se me ocurre cómo enseñarte en unos meses lo que me está llevando años.

Creyendo que lo desestimaba como alumno, se puso de pie contrariado, me dio la mano y se marchó.

Siempre he sido malo para recordar las fechas. Así que, como no puedo precisar cuándo, sólo diré que fue en los noventa o algo así. Sara, una amiga del teatro, me invitó a almorzar, cosa que me resultó muy extraña porque algo así no era frecuente en ella; al menos esa es la impresión que tengo hasta ahora. Era un domingo, de eso sí estoy seguro. Cuando llegué a su casa encontré que también estaba invitado un jovencito. José es un compañero de la universidad, me dijo; estudiaban arte en San Marcos. Luego de la charla protocolar inicial, nos sentamos a la mesa y sirvió porotos con riendas; un plato que, según dijo,  había aprendido a hacer en un viaje que hizo por Chile. Al terminar tomamos un vaso de cerveza negra y de sopetón me preguntó si sabía el porqué de la invitación. Como le dije que no; sin más trámite, directa, como era ella: José quiere aprender mimo y yo le he dicho que, para eso, hable contigo; así que, pónganse de acuerdo. Lo imprevisto del asunto me dejó «afásico» por unos instantes.

José Navarro
Por esos días estaba dedicado al afán de producir espectáculos musicales; no tenía tiempo para enseñar mimo. Pero a Sara no podía decirle eso; mejor dicho, con ella no podía usar esos argumentos como pretexto; pero podía ponerla difícil, y lo hice. Acepté el encargo, pero con condiciones no negociables: como yo no tenía tiempo durante el día, para recibir las clases José debía llegar a mi casa muy temprano, si llegaba tarde o faltaba a una, ahí terminaba todo; las clases serían tres veces por semana. José aceptó. 

La verdad no esperaba que fuesen más de dos o tres clases porque, para ponerla más difícil, decidí no cobrarle; así le sería más fácil dejarse ganar por la pereza; yo vivía en Jesús María y él venía de Comas (km. 12).

El lunes me despertó el timbre de la puerta, no el despertador. Miré el reloj: cinco y cincuenta y cinco de la mañana, era José presentándose a su primera clase.

Como yo salía de casa muy temprano y volvía muy tarde, la clase debía comenzar a las seis de la mañana. A esa hora, aún en pijama, durante diez minutos le di las primeras instrucciones para comenzar; mientras él hacía lo que le había indicado fui por una ducha. A las seis y treinta durante quince minutos le mostré una técnica; mientras él la practicaba fui a planchar una camisa. A las siete y quince, durante quince minutos vi su ejercicio y corregí alguna cosa. A las siete y media le pedí aplicar esa técnica en alguna escena que se le ocurriera: una improvisación; mientras tanto fui por un café y a ponerme «tiza» para, a mi vez, hacer mi tarea del día. A las ocho; vi la escena, comenté, sugerí algunas cosas y lo vi por segunda vez. A las ocho y treinta me fui. 

Esa pasó a ser nuestra rutina. Algunas veces él se quedaba practicando un poco más. Así, durante tres años, más o menos: lunes, miércoles y viernes a las cinco y cincuenta y cinco de la mañana. Hasta que José viajó a hacer una Maestría en Práctica Teatral, Títeres y Teatro de Objetos, en el Royal Central School of Speech and Drama en la Universidad de Londres, Inglaterra y pude dormir hasta las siete.

Desde entonces, José Navarro ha participado en numerosos Festivales Internacionales en China, Rusia, Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Tailandia, Rumania, Indonesia, Brasil, España, Emiratos Árabes Unidos, Kazajistán, Turquía, Bosnia y Herzegovina, Serbia, Hungría, Túnez, Polonia, Ucrania, Armenia, Venezuela, Holanda, Bélgica, Irán, Perú, Escocia, Gales, Irlanda, Malaysia...

La vocación es vida; todo lo demás, trabajo.

lunes, 14 de febrero de 2022

Mi amigo, el marqués


Juan Piqueras
Cuando por fin nos dejaron poner un pie en la calle, uno de los lugares que visité fue Barranco. Al comenzar a descender por Bajada de Baños, aunque quise pasar de largo, me detuve frente a esa casa blanca de puertas y ventanas azules en la que innumerables veces había sido recibido efusivamente por Juan y Carmen Piqueras. Asimismo, recordé las muchas veces que, sentados en ese corredor, veíamos bajar y subir a los transeúntes mientras conversábamos de las cosas que pasaban en el país, del último libro que habíamos leído, de la última obra de teatro que habíamos visto y, casi sin querer, de mimo.

Sonriendo, sólo para mí, recordé también las bromas que le gastábamos a Carmen cuando yo llamaba por teléfono:

—Aló. —Con el poeta de los sueños azules, por favor. —¿Con quién? —Tenga la amabilidad de informarle que le llama el poema sin color.

En el silencio de mi habitación, alcanzaba a oír claramente, a través del auricular, a Juan:

—¿Quién llama? —¡Un loco! Pregunta por el poeta de los sueños azules —oía, entonces, los pasos de Juan acercándose, tomar el teléfono y... —¿Cómo está usted, mi querido y dilecto amigo? —No tan bien como usted, ilustrísimo marqués del Puente de los Suspiros y Miramar. —¿Quién es? —alcanzaba a oír que preguntaba, intrigada, Carmen. —¡El vizconde de Yerbateros! —le informaba, protocolario, mi tocayo. —Par de locos. ¡Juanes tenían que ser! —profería Carmen mientras se alejaba.

E iniciábamos una larga charla que terminaba con mi promesa de visitarlos y disfrutar un café en el corredor.


lunes, 13 de septiembre de 2021

Jorge Acuña: Hacedor Del Teatro De Calle

Jorge Acuña
Allá por los años sesenta, mientras las grandes potencias (EEUU y URSS) competían por alcanzar la luna e instaurar su hegemonía en el planeta; aquí, en Perú, un golpe militar asumía el gobierno del país en octubre de 1968 y, el mes siguiente, Jorge Acuña Paredes salía a las calles a hacer lo que sabía.

Instalado en la Plaza San Martín, frente al Círculo Militar, comenzó. A un transeúnte que se detuvo frente a él, le informó: “tú eres el espectador y yo el actor”. Con esa frase, que eliminaba a todos los intermediarios, comenzó la aventura del teatro de calle. Los diarios limeños comenzaron a informar sobre un loco en la Plaza San Martín.

Jorge llegaba a la Plaza San Martín con una canasta de mercado. Con una tiza blanca trazaba un gran círculo en el suelo alrededor del cual se iban acomodando las personas que transitaban por ahí. Se maquillaba frente a ellos, explicaba brevemente el lenguaje que iba a utilizar y presentaba las pantomimas: “La Sopita de los Pobres”, “El Bañista”, “La confesión”; entre esas historias mimadas, usando un megáfono, intercalaba los cuentos: “El ladrón que robó al ratón” y “La fábula de los ricos”; se despedía quitándose el maquillaje frente a todos.

Ahí permaneció por más de 10 años; siendo, por esto, invitado a importantes eventos internacionales como el "Festival de Nancy". El diario “Le Monde”, el más importante de París, refiriéndose a él, notició: "El verdadero juglar del siglo XX".

Ya en 1976, ese loco era el autor más leído del país y quizá de toda Hispanoamérica; porque, aunque parezca mentira, hasta entonces había vendido más de medio millón de ejemplares de sus cuentos y había sido visto y escuchado, en las calles, por más de dos millones de personas.

Uno de esos días que nos fuimos a “conversar con el psiquiatra” (santo y seña para compartir una cervecita), para iniciar la charla, le pregunté: ¿por qué en la calle? Y su respuesta, que después escuché muchas veces, fue: “Yo tenía la idea, la misma que tenemos la gran mayoría de actores, en el sentido de que el pueblo no sabe comportarse frente a los espectáculos: es grosero, insolente y atrevido. Esta idea, lógicamente, me la habían impuesto; era tan general que casi todos creíamos que las calles eran el final de la vida misma. Nos habíamos olvidado, y por qué no decirlo: fuimos engañados. Nadie nos dijo que la vida había empezado ahí, en los campos abiertos, debajo de los árboles, al amparo de sus sombras…”

Jorge es un conversador, y fabula con mucha facilidad. En una oportunidad, hablando sobre mi origen huancavelicano, tejió una divertida historia en la que yo me convertía en el rey de la papa. En otra ocasión, contó que, en uno de sus viajes, fue recibido por una comitiva encabezada por un moreno de grandes mostachos que lo estrechó con un gran abrazo y un beso en la boca. —¿Qué hiciste? —pregunté—. —Cerré los ojos —contestó—. Los que lo escuchamos, reímos largamente. Nunca sabremos si fue cierto o sólo una broma; él lo decía muy serio, atribuyéndolo a un comportamiento cultural.

Así, “conversando con el psiquiatra”, a instancias de Hugo Suárez, le propuse presentar nuestro espectáculo en una sala. Luego de una mediana resistencia, aceptó. Jorge Acuña, Hugo Suárez, Héctor Arnao y yo formamos un grupo que muy "originalmente" llamamos El Gesto para llevar adelante esta idea.

Diseño de Héctor Arnao
para el afiche y el programa de mano
Mi amigo Aníbal Galindo (Maestro de Kung Fu) nos facilitó el espacio del Círculo Li Kum San y comenzamos a ensayar El silencio pide la palabra, sin contar aún con un teatro. Decidimos solicitar el auspicio del Instituto Nacional de Cultura y el teatro La Cabaña. Jorge y yo haríamos los trámites.

Durante los ensayos, Jorge sufría una molestia en la rodilla, así que, camino a hacer las diligencias acordadas, le propuse pasar por una tienda de artículos deportivos para comprar unas rodilleras que lo protegieran. Estando en eso, me contó que había sido invitado a participar en un festival de mimo en Irán. Aunque él era regularmente invitado a importantes eventos internacionales, esa invitación me extrañó porque en Irán estaban en plena revuelta contra el Sha Reza Pahleví.

Camino al INC, conversábamos:

Jorge: Me duele la rodilla cuando hago “Las puertas”. Yo: No te preocupes, con esas rodilleras no vas a tener ningún problema. Jorge: Ayer, durante el ensayo, casi pego un brinco. No sabía que había unas rodilleras tan blanditas, sólo conocía las que usan los arqueros, son duras y no dejan hacer nada. Yo: Estas son las que usan las voleibolistas. Ahora, ¿a dónde vamos? Jorge: A un montón de sitios. Esto de ser invitado a un festival no es nada fácil. Me mandan los pasajes, pero tengo que pagar los impuestos de salida, el pasaporte, impuestos de viaje y no sé qué tanto más. Yo: Oye, pero tú vas a representar a Perú, al teatro peruano. No sé, alguna institución tendría que auspiciarte, tendrían que exonerarte de impuestos. No estás yendo a pasear. Es más, tendrían que darte alguna ayuda para tu bolsa de viajes. Jorge: La verdad, sobre eso, no he pensado nada. Yo: Mira, estamos yendo al Instituto Nacional de Cultura. ¿Por qué no preguntamos? A lo mejor consigues algo. Jorge: ¿Tú crees? Yo: Con preguntar no pierdes nada, ¿no?

En el I.N.C.

Funcionario: (Abriendo exageradamente los brazos) ¡Jorgito! ¡Hermano! ¡Qué gusto de verte! ¿A qué se debe el honor? Jorge: ¿Conoces al chino? (Refiriéndose a mí, no al gobernante de turno). Funcionario: (Sin mirarme) Sí, sí, claro. Tomen asiento. Jorge: ¡Qué bonita oficina! Con razón ya no trabajas. Funcionario: (Con una risa forzada) Pero qué dices, justamente, estamos aquí: trabajando. Jorge: ¿En qué, ah? Funcionario: Trabajamos por la cultura de nuestro país, por las artes. Como tú comprenderás, tenemos muchas limitaciones; nuestro presupuesto es mínimo, nuestras solicitudes no se atienden, nuestro trabajo no se comprende. A veces me paso semanas pidiendo; cuando finalmente aceptan, me dan sólo el diez por ciento; y cuando, después de mucho trabajo, lo brindamos al público: no hay acogida. ¡Si dan ganas de mandar todo al diablo! Jorge: ¿Y por qué no lo haces? Funcionario: Pero qué dices, los hombres de lucha no nos rendimos. Pero ya, basta de hablar de mis sacrificios; cuéntame, ¿a qué se debe tu visita? Jorge: (Dándole el paquete que llevaba en las manos) Bueno hermano, sabiendo el trabajo que realizas por la cultura y el arte de nuestro pueblo, he venido trayéndote un pequeño regalito como reconocimiento personal (me puse pávido). Funcionario: (Abre el envoltorio y se encuentra con las rodilleras) ¡Y esto! Jorge: Hay un cuento sobre un águila que decidió volar al lugar más alto del mundo. Se remontó hasta posarse en el pico más elevado. Cuando llegó allí se dijo: ¡He arribado a donde nadie ha llegado antes! Entonces escuchó una voz, a sus patas, que le decía: ¡No! Yo llegué primero. La majestuosa águila, sorprendida, vio que la voz provenía de un caracol; entonces le preguntó: ¿Y tú cómo llegaste? El caracol le respondió: ¡Arrastrándome! Por eso te he traído ese regalito, pues hermanito. Funcionario: (Sonriendo fingidamente, mientras aparta de sí las rodilleras) Siempre jodido este Jorgito.

Jorge y el funcionario reían; mientras yo, desconcertado y rendido, apostaba a que el INC no iba a auspiciarnos ni a darnos el teatro.

Jorge: Bueno hermano, como tú sabrás, he sido invitado a un festival en Irán. Sabes lo engorroso que es viajar en estos tiempos. He venido a verte para ver si me puedes ayudar en algo. No tengo plata para impuestos y todo lo demás. Pensé que ahora que tú estás en este cargo tan importante, tal vez con una firmita o una llamadita, algo me podrías ayudar. Funcionario: No, Jorgito, desde aquí no puedo hacer nada. Lo único que puedo hacer es desearte éxito y buen viaje (de pronto hace como si recordara algo). Jorgito, me vas a tener que disculpar, pero en este momento tengo que atender un asunto muy importante (conduciéndonos a la puerta); ya sabes dónde estoy, visítame cuando vuelvas, cuéntame de tus éxitos para ponerlos en nuestras publicaciones. (Mientras nos empuja hacia afuera) Saluda a tu esposa, (dirigiéndose a mí) chau, amigo.

El INC nos “auspició”. El auspicio consistía en exonerarnos del pago de impuesto al espectáculo. Para que el auspicio sea efectivo, en el afiche y programa de mano debíamos poner: Auspiciado por el Instituto Nacional de Cultura. Y nos alquilaron el teatro La Cabaña.

Jorge viajó a Irán y recorrió Europa. Aquí nadie reportó nada. Él no pertenecía al star system local. Volvió a la plaza San Martín. Un par de años después lo acompañé al aeropuerto: se marchaba a Suecia. Al despedirse, iba vestido de negro; llevaba, como bandoleras, una máquina de escribir y un costalillo con sus ropas; coronaba su testa un sombrero en el que bailaba una flor roja. Alguien conjeturó: “este loco va a volver en menos de un mes”. Volvió después de 10 años, pero sólo de visita. Han pasado más de 40 años desde que se fue.

Los herederos de su hacer son innumerables. Ahora, casi no hay espacio público, en el mundo, que no esté ocupado por un émulo de Jorge Acuña Paredes.

viernes, 27 de agosto de 2021

Crónica de supervivencia de un mimo errante


Terminaban los setentas: me había convertido en un trashumante impenitente; recorría parques y plazas armando corros en los que ofrecía mi espectáculo. Al terminar, después de pasar el sombrero, recién entonces iba en busca de algo para comer; nunca antes.

Algunas veces, después de esas funciones, se acercaban algunas personas y me pedían llevar mi espectáculo a otros lugares: fiestas, quermeses, cumpleaños. En algunas ocasiones me llamaban sólo para manipular artículos expuestos para la venta: cocinas, ollas, sartenes, habitáculos de baño, automóviles, camiones, ropa, zapatos, etc. Una vez, una mujer joven me contrató para mostrar a sus amigos su casa nueva; caracterizado de mimo, la acompañé en la puerta y di la bienvenida a los invitados que llegaban; me presentaba como su «marido nuevo», yo estrechaba la mano de todos con una amplia sonrisa, temeroso de que se presentara el «marido viejo». En otra oportunidad, me llamaron para estar en un cumpleaños; como no entendía qué quería decir eso de estar, pedí que se me explicara en qué iba a consistir mi trabajo. En nada, me dijo, tengo amigos de todas las profesiones: médicos, ingenieros, biólogos, psicólogos, físicos…, pero no tengo un amigo mimo, quiero que estés en mi fiesta como mi amigo mimo. Apocado, le recordé que ese era mi trabajo. —Sí, sí, sí —me dijo—, no te preocupes; no necesitas hacer nada, participa de la fiesta, come, bebe y cuando te canses me dices cuántas horas has estado y te pago. En otra ocasión fui requerido para oficiar una boda, en silencio; en otra, para entregar una joya y procurar el perdón por una infidelidad; también: pedidas de mano, despedidas de casado o celebraciones de divorcio; las fiestas de divorcio de ellas eran más divertidas.

Un día, mientras estaba en una librería, se me acercó una persona y me preguntó si era el mimo que había visto actuar en el teatro Pirandello, en la ceremonia de graduación de una promoción de psicólogos. Como le respondí afirmativamente, me pidió visitarlo en su oficina para conversar sobre mi posible participación en un evento que su club estaba organizando. Convinimos el día, hora y me dejó su tarjeta.

Esa noche, reunido con unos amigos para jugar unas partidas de ajedrez, entre cafés y caladas a unos cigarrillos compartidos, lo comenté. Al ver la tarjeta y el nombre del club, me sugirieron que cobrara bien. —¿Cuánto es bien? —pregunté—. —Mucha plata, es el club —me dijeron—.

Digamos que por entonces el sueldo promedio, en el lugar en el que me encontraba, era de unos mil quinientos. Yo, en mis presentaciones no convencionales, solía ganar entre setenta y noventa por presentación. Entonces, ¿cuánto debía cobrar? ¿Cien, ciento…? Temía perder el trabajo si exageraba.

Por estar pensando en eso, me distraje y perdí la partida, así que me aparté del grupo y me fui a un lado a seguir rumiando el asunto. Iba por el segundo cigarrillo cuando Miguel me preguntó por el día y hora de la cita. —¡Yo te represento! —me propuso—. Acepté en el acto.

—¿Tienes zapatos? —Claro —le dije, mostrándole los que llevaba—. —No, zapatos, esas son botas de electricista; ¿tienes traje? —Di un paso atrás y lucí lo que vestía—. —¡Ya! —Resignado— te prestaré. —¿Sobretodo? —Es de mi talla —intervino Dipy—. —¿Fumas en pipa? —preguntó Jorge—. —Sólo cigarrillos —respondí—. —Tengo una que te puedo regalar, pero ¿sabes fumar en pipa? —Nunca he fumado en pipa—. —Te enseño. —Miguel pensó un poco y me preguntó—: ¿Tienes novia? —¿Novia…? —No—. —¿Una amiga? Alguien con quien vayas al teatro, cine… —Asentí con un movimiento de cabeza—. —Dile que me llame.

Al día siguiente, Jorge, tras señalarme las partes de una pipa, los materiales con que se construyen, cómo limpiarla, cómo guardarla y mencionarme personajes ilustres que fumaron en pipa, procedió a enseñarme cómo cargarla: primero, tomando un poco de tabaco hizo un rulo pequeño que introdujo en el hornillo diciendo con mano de niño; luego, otro, con mano de mujer y un tercer rulo con mano de hombre. Cargada la pipa, me mostró cómo encenderla con fósforos y darle unas caladas. En seguida, me hizo repetir todo el proceso varias veces. Al despedirse, me dejó un libro sobre el arte de fumar en pipa.

Por su parte, mi novia habló con Miguel.

El día de la entrevista, me vestí como me indicaron; en un bolsillo llevaba la pipa cargada con Amphora. Cuando llegó mi novia casi me caigo de espaldas. Nunca la había visto así. Cuando salíamos: ella iba sin afeites, en jeans, saco térmico y gorra. Si yo la hubiera conocido como la estaba viendo: de traje, abrigo, maquillaje y demás aderezos, seguramente me hubiera mantenido distante, sintiéndola inalcanzable.

Fuimos a la entrevista. Por toda indicación, Miguel me dijo: tú no digas nada, déjame a mí. Llegamos. Ya me esperaban. Pasamos a una oficina (tuvieron que traer dos sillas más). Miguel comenzó con un hola, soy el mánager de Juan. A partir de ese momento, mi recuerdo es confuso. No sé por qué, pero escuchar que tenía un mánager me desconcertó. Más aún, me abrumaba oírlo elogiarme y hablar con mucha soltura y dominio de la situación. De los momentos que recuerdo: en uno, decía de mí que era un artista haciendo una tournée internacional. En otro: quien me había citado, ofrecía pagarme dos mil y yo, sintiéndome en un sueño, quería aceptar ya porque eso superaba largamente los cien que yo había pensado pedir; pero Miguel, poniéndose de pie, ponía el grito en el cielo con un rotundo ¡Nooo! ¡Es Juan! Ya lo has visto actuar; (mirándome) ¿en el Pirandello, me decías? Ahí hizo una parte pequeña de su espectáculo, ¡gratis! Por amistad con uno de los graduandos; tú sabes que el caché de un artista como él, por lo menos, triplica eso. Cuando escuché esto último, me arrepentí de haber aceptado que Miguel hablara por mí. Ya perdí, me dije, seguro de que se iban a reír de lo que mi representante pedía y de que me iban a echar con un puntapié en el trasero. Pero no, quien decidía hizo una pausa, miró a mi novia (la pipa casi se me cae de las manos), sonrió y llamó por teléfono a un directivo. Al colgar, pidió una rebaja que mi mánager aceptó a disgusto. Acordamos el lugar, fecha y hora de la presentación; así como un adelanto.

Salimos de la entrevista y nos fuimos a comer y beber con el anticipo. Compartiendo un vino, mi mánager renunció: ya viste cómo se hace, no es nada del otro mundo.

Volví a parques y plazas, por lo de siempre. Algunas veces, contratos; pero ni remotamente parecidos. Por mi cuenta, nunca pude hacer un trato como ese.

miércoles, 11 de agosto de 2021

Un camino para la libertad [1]

Llegábamos de uno en uno a eso de las seis y media de la tarde. Nos quitábamos la ropa en silencio y nos poníamos algo muy simple: un pantaloncillo corto y una camiseta sin mangas, descalzos. Mientras esperábamos la llegada de los demás, nos movíamos buscando alguna molestia en el cuerpo para deshacernos de ella. Al dar las siete, ya estábamos todos (a esa hora se consideraba que los presentes éramos todos los que íbamos a participar, nadie más). 

A esa hora, el maestro contaba a los presentes y ordenaba un número de repeticiones por cada uno: 50, 80 ó 100. Si éramos 10 y había ordenado 50, significaba 500 repeticiones de cada forma que practicaríamos ese día. Los viernes invariablemente ordenaba 100. Esto tomaba dos tercios de la clase, luego seguía el momento de ensayar combinaciones (una suerte de boxeo de sombra), concluíamos con unas peleas en las que cada uno participaba, por instrucción del maestro: sin ganas de ganar y sin ganas de perder. 

El primer lunes de cada mes nos enseñaba una forma nueva de golpear, derribar, someter y cómo defenderse de ellas. 

Seguí estas prácticas durante algunos años, tres veces por semana, como quien practicaba un deporte o iba al gimnasio para estar físicamente saludable, nada más. Iba y, siguiendo las enseñanzas del maestro, repetía el golpe, el agarre, la defensa, pero siempre mejor. 

Nunca había probado la utilidad ni la eficacia de eso que practicábamos. Digo eso que practicábamos porque no tenía un nombre como futbol, basquetbol o natación; para nosotros era algo así como jugar a pelear (ahora diríamos artes marciales, en esos años no lo llamábamos así, tampoco karate. El Judo y el Karate como disciplinas deportivas llegaron después. Como todo deporte federado, tenían un uniforme que las distinguía y además unos cinturones de colores que señalaban el nivel de pericia o maestría de cada practicante. Al notar eso, le pedimos al maestro que nos asignara unos. Él preguntó para qué, cuando se lo explicamos sólo se rio mucho). Por lo demás, el maestro nos tenía prohibido meternos en problemas: si pelea calle, no venga. 

Un día, mientras esperaba mi transporte en la esquina de una avenida, un hombre comenzó a arrastrar a una mujer. Al principio no entendí lo que pasaba, pero casi inmediatamente me di cuenta de que el sujeto quería robarle la cartera y la dueña no se desprendía de ella. Por un instante me quedé paralizado por el miedo, pero recuperando el valor enfrenté al delincuente instándolo a que la dejara. Éste, enojado por no poder salirse con la suya, se volvió hacía mí dispuesto a desquitarse conmigo y, vociferando unas groserías, me atacó. En ese momento mi ser aceptó la situación; mi respiración, que se había agitado por el temor, se calmó; mi cuerpo se deshizo de tensiones innecesarias y mis pensamientos guardaron silencio. Automáticamente esquivé su embestida y contraataqué sin pensar en cómo. Lo vi sentarse en el suelo tomándose el costado mientras, con desesperación, trataba de respirar. Levanté a la señora, la ayudé a subir a un ómnibus y me fui. 

Años después, luego de terminar mi participación en un festival de artes escénicas, recordé este incidente. El programa del día se había retrasado más de una hora y el público estaba impaciente. Los colegas que me antecedieron, afectados por la situación, hicieron unas presentaciones pobres. El temor al fracaso comenzó a dominarme y decidí no exponerme, pero me anunciaron: instantáneamente me serené, mi cuerpo se templó y prevalecí. Mi preparación, como aquél día, me dio lo que necesitaba para enfrentar la situación. En el arte marcial, teatral, musical, etc., el camino de la libertad está en la repetición –en el ensayo–, pero siempre mejor.

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[1] No se es libre cuando uno hace lo que quiere en circunstancias favorables, sino cuando éstas podrían contenerlo.